Ahora solo quedaban los aplausos, estábamos en una posición diferente que antes jamás hubiéramos pensado que llegaríamos a haber necesitado para continuar. Pero todo cambia, al igual que nuestra relación y nosotros mismos.
Ladeando ligeramente la cabeza veíamos todo ese espectáculo, y oíamos rugir los aplausos con una continuidad infinita, fuerte o suave, pero siempre continua. Nos llenábamos de esa energía que tanto nos hacía falta, con el rugir de las olas, respirando esa deliciosa brisa del mar que dejábamos entrar por todo nuestro organismo, y viendo ese gran espectáculo sin fin.
Si nos viera alguien por un agujerito pensaría que estaba en una escena surrealista. Lo habíamos probado donde nos conocían, pero ese era un lugar nuevo, que no era mi predilecto, pero fue el primero que encontramos abierto. El doble amputado se paró enfrente, y con su desparpajo habitual contó la situación en la que estábamos y con una rapidez espantosa teníamos una mesa en el salpicadero. Las dos sillas de ruedas atrás, una mesita al lado de su puerta, el pescado, el mojo, y como no, una cuarta de vino blanco que para nuestra sorpresa era afrutado, mi preferido; y brindamos con el sonido de los aplausos después de otro día de hospitales. Hay cosas que no las puede pagar el dinero, y esos momentos estaban en esa categoría; tenían que volver. Lo sabíamos.
Todo lo que nos pasó se quedaba entre nosotros y el mar. Y después de todo seguíamos siendo afortunados.
Bajé la ventanilla, dejando pasar los últimos aplausos de las perfectas olas para prepararme mentalmente ante todo lo que ya me estaba cayendo encima.
Cuando me dejó en casa, Javi se acercó todo zarpeta haciéndole mil preguntas; le preguntó que si él usaba la silla porque ya era viejo. Nos dio un ataque de risa junto a mi madre… ay, si no fuera por esos adorables pequeños monstruitos que tiran los dados porque quieren jugar…