A partir de aquel instante mágico, el sentimiento de clandestinidad desapareció. Fue así porque en todo momento Yoko se comportaba de una forma absolutamente natural, y eso a él le quitaba un gran peso de encima.
Antonio estaba apoyado en la puerta del cuarto de baño observándola fijamente por unos minutos sin que ella se diera cuenta; estaba fumando mirando hacia el lado de la ventana, de modo que dejaba contemplar una fina cicatriz que le subía por la parte izquierda del cuello. A él le extrañó, porque todas las veces que la había visto en la casa ella la ocultaba con su hermoso cabello; de repente giró y lo miró dedicándole una gran sonrisa y haciéndole un hueco a su lado en la cama.
Fue justo en ese instante cuando él lo pensó y se sintió inmensamente agradecido por haberla elegido a ella. Llegó a la casa animado por su colega Ramón, que no comprendía por qué él seguía con su manipuladora mujer; no era la primera vez que estaba con una de aquellas chicas, pero sí la primera desde que estaba casado, y de eso hacía dos interminables años.
Yoko era especial, diferente a las otras prostitutas con las había estado en su vida, y tras ver aquella perfecta cicatriz se le antojaba más misteriosa todavía, quería más…
Fue hasta ella y le apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesita, la tumbó en la cama poniéndose encima y le apartó el cabello para admirar e ir besando lentamente aquella cicatriz que le resultaba tan fabulosa. Yoko puso una cara terrorífica y en dos segundos le apartó y se puso a horcajadas encima de él. Se agachó para buscar en su bolso su pañuelo de seda morado, y mientras se lo colocaba alrededor del cuello vio como su cara se transformada de puro éxtasis a puro miedo cuando empezó a apretar, y le dijo:
-Lo siento, me gustabas. No deberías haberte atrevido a tocármela.
Jajajaja. Me encantó!